lunes, 6 de febrero de 2012

La resignación de las cucarachas

Desde la primera vez que fue al cine, quedó cautivada para siempre. Las películas en sí 
le daban prácticamente igual. Lorena Antúnez de Mayolo pagaba su entrada para 
contemplar los rostros de los espectadores. Verlos pasar de la risa al llanto en segundos 
era realmente fascinante.

Su interés se multiplicó al saber que una misma producción se difundía en diversos
lugares del mundo. Imaginaba la maquinaria humana que había detrás. Personas 
con distintos valores a los de ella, pero que seguramente pensaban lo mismo: 
que las películas como tal importaban poco, que sólo eran un medio, y no para recaudar
 el dinero de las taquillas, sino para manipular conductas, inculcar ideologías, aspiraciones, miedos… lo que a la larga generaba una verdadera riqueza.

Por un acontecimiento en particular, la fijación de su adolescencia se trastocó.

A día de hoy, de las 37 películas que Lorena Antúnez de Mayolo dirigió, ninguna ha
 sido proyectada. Ella no perdió su tiempo ni siquiera en editarlas. Sólo deseaba filmar 
la siguiente historia, renunciando a los espectadores y centrándose en lo que denominó “
el cine fuera de encuadre”.

En 1962, tres años antes de lanzarse como directora, empezó a escribir La resignación 
de las cucarachas, un guión cinematográfico que mostraba, sin tapujos, el crudo
 proceso que atravesaban los niños de la calle al ir descubriendo cada matiz de su
 miserable realidad; acomodándose adormecidos en su inalterable destino. Lorena 
pretendía conmover a la sociedad europea con el fin de ejercer presión sobre 
los organismos sociales internacionales y algunos dirigentes políticos latinoamericanos. 
No obstante, en el transcurso del rodaje de dicha historia, fue perdiendo el interés por
 tocar a las masas, a la vez que surgía en ella un cálido placer por transformar la vida de
sus actores.

Buscando un mayor realismo, había reclutado a los pequeños protagonistas en 
un reformatorio. Todos esos menores tenían que interpretar sus propias vidas, a 
excepción de Esteban, quien desempeñó el papel de Florero, un niño tenaz y soñador
 que tardó más de lo normal en perder la esperanza de dejar las calles. Florero, tras
 ser abandonado por su madrina, se instaló en un cementerio y, con un ánimo
 intensificado por el temor a vivir siempre así, continuó asistiendo a la escuela, hasta que
 fue expulsado por su aspecto indigente. Comenzó a robar y se las ingenió para que 
un adulto lo matriculase en otro colegio. En una de sus incursiones delictivas fue 
detenido por la policía y encerrado varios meses en una prisión para adultos. Al ser 
liberado, continuó prostituyéndose como en la cárcel… pero esa última parte, desde 
la captura, no fue filmada. Antes de llegar ahí, Lorena modificó el guión porque el 
intérprete, Esteban, merecía otro final.

Durante los días que se rodó la etapa correspondiente al intento de superación del
 niño, Esteban, analfabeto, le pidió a Lorena que le enseñara a escribir para poder 
hacer bien su papel. Ella, en una primera reacción, le dijo que no se preocupase, 
que en la secuencia del dictado utilizarían la mano de un doble. Esteban insistió. A 
la semana siguiente, al terminar las sesiones diarias, acudió a la escuela nocturna, 
además de recibir clases particulares de Lorena. En el nuevo guión, el personaje buscó 
un trabajo. Esteban quiso encontrar otro. Y cada escena, creada sobre la 
marcha, contribuyó a enriquecer su moral. Una vez encaminada esa pequeña 
vida, tramitaron los papeles para que lo acogiera una institución adecuada. La filmación 
se prolongó ocho meses más de lo previsto.

Antúnez de Mayolo continuó filmando, sin editar. Ella no solía preocuparse por 
la financiación de los proyectos. Inicialmente dispuso de su propia fortuna y, al agotarla,
 no faltaron las contribuciones de instituciones y personas cercanas.

Nunca hizo pausas entre producción y producción. 
Trabajó con casos perdidos de Francia, España y todos
 los países de América, incluyendo Estados Unidos y 
Canadá. Por lo general, los adultos le daban más
 problemas que los niños. Cuanto más mayores, menos 
les nacía superarse personalmente para salir de la miseria
 material o psicológica—, que tristemente llegaba a convertirse en un pedazo vital de
su identidad. Sin embargo, siempre consiguió rehabilitarlos, incluso cuando se trataba
 de alcohólicos o heroinómanos. Claro que con estos empleó medidas extremas. Después
 de venderles la idea de que la fama les permitiría ahondar en sus vicios con tranquilidad, 
los llevaba hasta un campamento en medio de las montañas nevadas de los Andes. 
Sin tentaciones merodeando y el contexto ideal para endurecer el carácter, los 
motivaba tenazmente a revivir —antes y durante el rodaje— las carencias que superaron 
los sobrevivientes de un sonado accidente aéreo, convenciéndolos de que era 
esencial interiorizar a su personaje, porque era la única forma de ser un buen actor y 
así alcanzar esa generosa fama. Cuando flaqueaban, les ponía la cámara delante.
 Después de un año de sobrellevar todo tipo de inclemencias y aprender a saborear
 los minúsculos placeres, regresaban renovados. Además, no sólo nunca recayeron; 
se acostaban orgullosos de sí mismos.

Las 37 películas de Lorena Antúnez de Mayolo podrían haber afectado las emociones 
de millones de personas, pero ella prefirió modificar el papel de 152.

La última vez que se animó a entrar a una sala de cine, giró la cabeza y vio la 
pantalla durante un rato largo, dejándose cautivar por la historia. Recordó el título del
 primer
 guión que había escrito. Se sintió una cucaracha más, de la especie que aprendió a 
amar. 
Estaba en la oscuridad, observando a quienes vivían en esa luz, aguardando a que 
se apagara
 para recién salir y continuar con la rutina. No esperó, salió antes de ver ese final, para de 
alguna manera homenajear a quienes —fuera del encuadre— hicieron lo mismo ante su 
anunciado destino.  

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