lunes, 6 de febrero de 2012

Huella Impar

Cuando la viuda terminó de vestirlo para ser enterrado, Lino entró a verlo. Su padre
estaba sobre la cama con el traje de domingo y los zapatos impolutos, como solía ser sin
excepción. Su madre se retiró de la habitación. Al regresar, el difunto vestía un pijama y
estaba descalzo. Lino les dio a ambos el beso de buenas noches y, siguiendo el ejemplo de
 su padre, se fue a dormir.
A los pocos días dejó de preguntar por él. Sabía que ya nunca despertaría, ni en ésta ni
en otra vida, porque cuando uno sueña durante más de una semana continua lo que hay
 en esta tierra resulta irreal.
Los pies de Lino Montes tenían un tamaño similar al de cualquier otro niño de siete años,
así que esperó 13 más para usar por primera vez los zapatos que había heredado.
Pudo haberlos estrenado mucho antes, pero quiso que fuese en una ocasión
 profundamente especial. Hasta esa fecha, los cuidó con la misma entrega que lo
 había hecho su padre. Todos los sábados por la mañana, al despertarse, los sacaba de
 su caja y los limpiaba con un cariño gratificante. “Los ojos reflejan lo que guardas
dentro, hijo; los zapatos, lo que das”.
Creyó que sería bueno estrenarlos al graduarse en la universidad. No ingresó. Había
 que llevar dinero a casa. ¿Qué tal al conseguir el primer empleo? El puesto de
dependiente en una tienda de repuestos no le ilusionaba en absoluto. Buscó
alternativas. Llegó a obtener un trabajo de conserje en un colegio, donde le alegraba ir,
 pero para ese entonces los zapatos habían sido utilizados media decena de
veces, comenzando por su primera cita con la mujer con la que pronto se casaría.
En mayo de 1965 nació su primera hija. En el 71, la segunda. Cuatro años después,
 la tercera. Y Luciana asomó la cabeza el 11 de diciembre de 1979. De cariño, con
mucho cariño, la llamaba Lulla.
Quería con naturalidad a sus cuatro hijas. Sin embargo, con Lulla surgió, desde sus
cinco años, una complicidad peculiar. Ella se fijaba en los zapatos. Le gustaba verlo a
través del reflejo de la empella. Era como rescatar de un espejismo las distintas partes de
un personajes de cuento que era su héroe… de carne y hueso, como debía ser: con
ojos que lagrimeaban por responsabilidades aparentemente incumplidas, con
extremidades que no envidiaban a los de ningún otro gigante, con malos
humores enigmáticos, risas reparadoras y contagiosas, miradas reconfortantes y

abrazos delicadamente oportunos. El espejo logrado en aquellos zapatos hablaba de
cosas reservadas para quienes, además, sabían observar el halo de un caminante:
 las huellas ineludibles y los pasos por donde uno deseaba andar.
En eso consistía la vida de Lino. En Huellas. Las que le dejaron. Las que iba dejando.
Su hija mayor se casó y se divorció… tras concebir una boca más que alimentar.
La segunda le dio, sobre todo, quebraderos de cabeza. La tercera lo mareó con
sus repentinos cambios de “quiero hacer” y los posteriores “quiero ser”, que nunca
llegó a ver concretados —aunque no por culpa de ella; él fallecería a destiempo—. Lulla,
 por azares de la química, le alteró el reloj biológico, estrechando los momentos
 indeseables en beneficio de los que compartían. Le obsequió unos ahora
dilatados, ilimitados, anacrónicos, que lo alejaban de las expectativas y de los
bordes traseros del presente, dejándolo muy cerca de lo que llevaba dentro y de lo que
iba dando.
A Lino Montes le fascinaba educar a la descendencia de la primera, nunca se fatigaba
 de aconsejar y apoyar a aquella que le rearmaba los esquemas, sacudía los brazos
 hasta elevarse del suelo por su soñadora y era consciente de que ampliaba los
 pulmones por Lulla; la contradictoria Lulla, que tenía una acentuada manía por los
 números impares —desde sus 13 años—, a pesar de que los zapatos, su obsesión,
siempre venían a pares.
Los segundos, minutos, horas, días, meses y años continuaron transcurriendo. Incluso
 las certezas.
Una esposa, cuatro hijas, tres nietas, una perra, dos hipotecas, una jefa, una suegra y
 dos listas de cuentas por pagar ahora estaban en el presente de Lino. Junto a eso,
siete pares de zapatos. Los del domingo, sus preferidos, cómo no, siguieron siendo los
 que había heredado de su padre.
Cuando Lulla regresaba los sábados de comprar el pan, encontraba a Lino limpiando
 los zapatos de todas las mujeres de la casa. Los acomodaba en fila en la terraza. Era
como un cirujano, metódico, con su caja de herramientas: betún, cremas, cera, cepillos
de distintos grosores y texturas, gamuzas para pulir, otros trozos de tela, paños de
algodón y demás. Y no me equivoco al emplear el término cirujano, porque
 intentaba prolongar a toda costa la vida. Una vida no humana, es evidente, pero de la
mano de ella… de los pies de ella, mejor dicho; buscando prolongar los pasos hasta la eternidad. Por qué cambiar de acompañante, por qué un calzado nuevo si el de
siempre había llegado a mimar nuestras imperfecciones.
Lino iba un tanto más allá, filosóficamente más allá. Creía en el cuidado de cualquier
objeto, puesto que su mayor duración representaba la sensibilidad de una persona
con respecto a su entorno y, simultáneamente, al resto de congéneres. Respeto.
Delicadeza. Amor. Deseaba que los hijos de sus nietas disfrutasen de todo aquello
que él palpaba y contemplaba a través de sus gafas, a través del reflejo de sus zapatos.
Los domingos se quedaba en cama casi todo el día. Escuchaba la radio,
reconstruía recuerdo a recuerdo la imagen de su padre, saboreaba despacito algún
suceso al azar que había vivido con su familia. Si le quedaba tiempo, pensaba en el
camino que quedaba por andar. Tres horas antes de caer el sol, cerraba la puerta de
casa y se lanzaba a la calle con su traje de domingo y sus zapatos predilectos.
Al pasear, le emocionaba cruzarse con personas que miraban hacia abajo. La mayoría lo hacía. Y Lino tenía la sensación de que les regalaba una visión esperanzadora de la realidad.
Anduvo.
Poco antes de jubilarse, los alumnos lo propusieron como entrenador de la selección
de baloncesto del colegio. Doble placer: conserje y director técnico. ¿Zapatillas? Las
usó. Terminaban divertidamente sucias. Regresaban ansiosamente limpias, como si
cada jornada fuese la primera vez que iba a jugar.
Y jugó… a ser entrenador, a ser padre, a ser esposo, a ser hijo, a ser Lino.
Uno de aquellos días que se quedaba en cama toda la mañana y gran parte de la tarde,
cayó por azar un recuerdo que en su momento sólo disfrutó —sin considerar
su trascendencia—. Lo saboreó muy, muy, muy despacito. Cuando Lulla tenía 13 años,
por andar distraída, terminó en un charco con el agua por encima de los tobillos. Era
 otoño. Lino aprovechó la  ocasión para hacer algo divertido. Le prestó su zapato
derecho y fueron hasta casa simulando ser uno, caminando abrazados, utilizado
 únicamente un pie cada cual.
A sus 61 años, el domingo 27 de julio de 2003, murió de un ataque al corazón, sin 
previo aviso. Su esposa lo vistió con el traje de domingo y sus zapatos predilectos. Lulla
 entró a verlo. Los dejaron a solas. Al regresar, encontraron a Lino desnudo, a excepción
 de un pie. Todo aquel que lo mirase no podría evitar fijarse en el calzado y, 
quizá, contemplarse en el reflejo de un mundo sencillo e imperecedero, sostenido por
 una huella impar.  

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