lunes, 6 de febrero de 2012

La carta en el árbol

Era cuestión de bajar la mirada para leer, entre las piernas de Vicente, el inicio de la carta. De igual modo, era cuestión de bajar la mirada —un poco más— para leer, entre mis propias piernas, el final. Los párrafos intermedios estaban distribuidos en otros seis troncos que hacían de sillas. Todos habían sido grabados en bajo relieve, posiblemente con un punzón o un pedazo de piedra pulida. Y, pese a la tentación de conocer ya el contenido, creí correcto concentrarme en el discurso de mi anfitrión, que nada tenía que ver con el asunto que me había hecho recorrer más de diez mil kilómetros. En breve, me dejaría a solas con el mobiliario. Paciencia.
  
34 años antes, el padre de Vicente, Alfonso Mendizábal Cabral, comenzó a escribir la
 carta más larga que se conozca, considerando la longitud del espacio temporal y no la 
del soporte. Tardó algo más de una década. Cada frase se extendía a lo largo de 
cuatro o cinco meses, tiempo que el árbol requería para crecer y dejar a su alcance 
otro espacio virgen, al que podía llegar estirando el brazo entre los barrotes de la ventana
 de su celda (dejar suspendido un sentimiento, dejar suspendidas las palabras, 
redistribuirlas mientras flotan en el otoño y el invierno, expresarlas en primavera,
 observarlas cómo suben por el árbol, observarlas cómo se alejan y te dejan).

Alfonso fue encarcelado tras el golpe de estado de Augusto Pinochet. Por azares del 
destino y previsiones humanas, no terminó enterrado en el estadio. Sus padres 
nunca tuvieron los medios para brindarle una educación y su lengua había sido cortada.
 En su documentación constaba como analfabeto. Fue después de cumplir los 20 
años cuando Alfonso aprendió a leer —le fascinó— y a escribir, pero eso el verdugo y 
los militares lo ignoraban. De todas maneras, fue torturado. No obstante, si era incapaz 
de darles información a ellos, también lo sería con la prensa y demás 
impertinentes. ¿Soltarlo? Tampoco. Su cuerpo estaba tan amoratado que hablaba por sí 
solo. Un muerto más o uno menos les era indiferente en la balanza, pero desconozco qué
 se les pudo cruzar por la cabeza para darse la molestia de destinarlo a una prisión 
del interior, al sur de Santiago.

Algunos dicen que el amor te hace soñar despierto. Otros, que te adormece los
sentidos. Para Alfonso, en buena hora, fueron las dos cosas. Así soportó las 
bofetadas, puñetazos, patadas, descargas eléctricas, inmersiones, más patadas y puñetazos, gritos ajenos, ruidos propios, frío, hambre, soledad, silencio. En ese silencio, la carta:

“Cientos de días y sigo despertando en el que me despedí de ti, el mismo día que te 
conocí, el único en el que acaricié las tonalidades de tus silencios, tu aroma, tu valor y 
cada
 latido de felicidad. Un día que al parecer viviré por siempre.
No me arrepiento de haber caminado en dirección 
contraria a la fábrica. Quise hacerlo varias veces hasta
 que por fin me decidí. Esa mañana, al doblar la esquina, tu pancarta me atrapó. Ni una letra. En blanco por los dos 
lados. Estaba totalmente de acuerdo contigo: hay rabias
 que son inefables.
Una que otra vez, los sueños me traicionan y me separan 
de ti, ocupando mis pensamientos con temas del 
todo irrelevantes. La mezquindad del poder, los tantos a 
favor o en contra y las discusiones entre la fe 
y la demostración no pertenecen a estos cuatro 
metros cuadrados. Aquí, cuando despierto, ni siquiera 
estoy yo.
El paraíso debe ser muy parecido a lo que ahora vivo. Uno elige el día más feliz para que
 se repita eternamente. O las horas más felices. Mi momento eterno inicia con la pancarta
 en blanco y termina un segundo antes de que vayas a comprar algo para comer.
Al irte, uno de los muchachos que me presentaste entró en la habitación muy asustado.
 Me dijo que los militares estaban en camino. No quise huir. Quería esperarte. Creía que el ser inocente era suficiente para ser inocente. Tus compañeros conocían a la justicia. 
Me cortaron la lengua y salieron corriendo.
Desde la tolva del camión que se alejaba, te vi. La bolsa con la comida cayó al 
suelo. Olvidaste que habías nacido muda y abriste la boca para gritar. 
Compartí tu impotencia y sufrí otra. A mi silencio le faltaba mucho para ser un 
lenguaje. Deseaba volver a decirte lo que te dije mientras te vestía.
Tu manera de hablar con la mirada no deja de seducirme. Me enseñas a amarnos 
sin  subestimar ningún sentido. Más que nada, disfruto apoyar mi oreja en tu pecho y
 oír tu voz primera, diciéndome qué te gusta y qué no. Y no me hace falta conocer 
ni tu antes ni tu después, ni deseo inventarlos. Pero también sé que el presente donde 
habito contigo es tu pasado.
Aquí no hay noticias, ni libros, ni entierros, ni revoluciones. Aquí no hay nada contra 
qué manifestarse. Tampoco hay esperanza. Aquí sólo hay un día que fui feliz y que se
 repite y repite y repite. He vivido en el paraíso antes de tiempo, con un exceso de
 huesos y carne de los que hoy me pienso liberar. Los sueños no volverán a alejarme de ti”.  

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